Tú dices que la gente no cambia
que, haciendo alusión al refranero español, el que nace lechón muere cochino.
Pero yo te pregunto: ¿jamás te ha hecho nadie cambiar?, ¿nunca has recordado
tiempo atrás y te has dado cuenta de cómo eras y cómo eres?, ¿no has errado y
rectificado?, ¿nunca has cambiado un ápice de tu personalidad? Yo sí. Yo cambié
por aquel que me hizo daño, cambié por educación, cambié cuando aprendí y
cuando descubrí que debía rectificar todas aquellas transformaciones que
hicieron de mí un producto viciado tras tanta mala fe. He cambiado para bien y
para mal, he avanzado, retrocedido y girado cerca de un billón de veces y si yo
lo he hecho, ¿por qué no puede hacerlo otro también?
Cambiar es un don al alcance de
todos: del que quiera y del que no. Las cosas cambian, la vida se transforma y
todos avanzamos con ella. Buscamos el beneficio propio que de una forma u otra
influye en el entorno y, por lo tanto, ese beneficio que al principio parece
individual torna egoístamente a mutuo pues, si no doy, no recibo y viceversa.
Pero bueno, volviendo de nuevo al
tema principal, repito la temática y reformulo la pregunta: ¿la gente cambia?
Yo confío en que sí. Yo lo he hecho y tú también, entonces ¿por qué ves tan
lejano el cambio de otra persona? Somos eso, personas, con ínfimas y abismales
diferencias pero al fin y al cabo, personas. Cambiamos pero nunca solas. Las
personas cambian si se sienten arropadas o si ven algo de esperanza y
recompensa en esa transformación. Hay quien tiene la ventaja de encontrarse
entre calor que promueve la evolución y hay quien ha de moverse en busca de ese
cobijo que le aliente al cambio. Sea como sea, repito, la gente cambia, para
bien y para mal. Valora cada intento, cada estocada y cada batalla ganada pues,
no hay lucha más sangrienta que aquella en la que el adversario resulta tu
propio reflejo.