Me miro al espejo, casi ni pestañeo, me acerco, hago una mueca, me
separo, comienzo a girar, a girar, a girar y cuando la cabeza llega a su
límite, rápidamente recorro en una milésima de segundo el espacio entre hombro
y hombro para chocarme nuevamente con mi reflejo.
Cada mañana la misma historia y las mismas preguntas. La misma
incógnita y la misma incertidumbre. El lejano reconocimiento de uno mismo ante
el espejo y el hecho de verse tan humana, tan normal, pagana e indiferente.
El énfasis de cada cual para diferenciarnos de cada uno, el énfasis por
destacar, por una particularidad que se muestre atractiva al resto de los
millones de personas que, al igual que yo, tratan de diferenciarse del resto
aunque sea en los más ínfimo. Un estilo, un color de piel, una sonrisa más
triste, unos ojos más risueños, una canción enredada en la lengua o un olor
cautivador. Todos queremos ser diferentes pero sin rozar la rareza. Que nos
miren y reconozcan por ese fenómeno que nos distingue, por esa particularidad
que nos hace diferentes al resto.
Y todo esto, ¿por qué? El ser igual que tú no me produce satisfacción,
mas que tú quieras ser como yo es un halago antitético teniendo en cuenta que
si llegaras a parecerte a mí, esa diferenciación dejaría de existir. Pero si
pretendo diferenciarme en algo, y teniendo en cuenta que el fin es obtener una
cierta aprobación o reconocimiento, el hecho de ser objetivo al que seguir
debería producirme un placer destructible cuando vuelva a ser una más entre
todos.
Y por eso recurro al espejo, destaco los ojos con lápiz negro y
pestañeo un par de veces para despertar de una pesadilla en la que todos somos
un fiel reflejo de todos. Donde el reflejo de un espejo está de más, donde la
sonrisa esquematizada y medida por momentos nos envuelve entre el fracaso y la
destrucción del individualismo. Dónde tú dejas de ser tú para convertirte en yo.
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