domingo, 2 de diciembre de 2012

Desigual.


Me miro al espejo, casi ni pestañeo, me acerco, hago una mueca, me separo, comienzo a girar, a girar, a girar y cuando la cabeza llega a su límite, rápidamente recorro en una milésima de segundo el espacio entre hombro y hombro para chocarme nuevamente con mi reflejo.
Cada mañana la misma historia y las mismas preguntas. La misma incógnita y la misma incertidumbre. El lejano reconocimiento de uno mismo ante el espejo y el hecho de verse tan humana, tan normal, pagana e indiferente.
El énfasis de cada cual para diferenciarnos de cada uno, el énfasis por destacar, por una particularidad que se muestre atractiva al resto de los millones de personas que, al igual que yo, tratan de diferenciarse del resto aunque sea en los más ínfimo. Un estilo, un color de piel, una sonrisa más triste, unos ojos más risueños, una canción enredada en la lengua o un olor cautivador. Todos queremos ser diferentes pero sin rozar la rareza. Que nos miren y reconozcan por ese fenómeno que nos distingue, por esa particularidad que nos hace diferentes al resto.
Y todo esto, ¿por qué? El ser igual que tú no me produce satisfacción, mas que tú quieras ser como yo es un halago antitético teniendo en cuenta que si llegaras a parecerte a mí, esa diferenciación dejaría de existir. Pero si pretendo diferenciarme en algo, y teniendo en cuenta que el fin es obtener una cierta aprobación o reconocimiento, el hecho de ser objetivo al que seguir debería producirme un placer destructible cuando vuelva a ser una más entre todos.
Y por eso recurro al espejo, destaco los ojos con lápiz negro y pestañeo un par de veces para despertar de una pesadilla en la que todos somos un fiel reflejo de todos. Donde el reflejo de un espejo está de más, donde la sonrisa esquematizada y medida por momentos nos envuelve entre el fracaso y la destrucción del individualismo. Dónde tú dejas de ser tú para convertirte en yo. 

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