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Cada mañana entraba a aquella cafetería donde ya todos la conocían. Abría la puerta, serena, con su vestido de gasa, el pelo recogido con un moño informal, los labios rojos y la sonrisa impecable.
Todos la admiraban aunque no quedaba muy claro el por qué. Desprendía un halo de inseguridad, de ganas de vivir y de mucho vivido, un halo atrayente y cargado de amabilidad.
Hoy tocaba tarta de queso, zumo de naranja y una infusión de frutas rojas. Todo preparado con amor y esmero, con la única intención de satisfacer a aquella chiquilla de mirada perdida que buscaba "algo" que no lograba encontrar.
Terminaba su desayuno, se despedía y salía radiante por la puerta. Un día más en el que tal vez el sabor de la felicidad no era ni por asomo el que ella esperaba. Ni tan dulce ni tan amargo. Simplemente saciante. Como tomar chocolate sin azúcar. Sabroso e incompleto.
Caminaba por las calles con gesto cansado e ilusionado, conformista y esperanzada. La esperanza mueve el mundo y los realistas son los encargados de frenarlo. Es difícil encontrar la felicidad en un mundo paradójico donde el bien y el mal, la ética y la moral se encuentran tan difusas. Dilemas morales formados por valores descendientes de alguna dinastía perdida donde todo comenzó a mezclarse y a dejar de ser claro para convertirse en lo que hoy es el objetivo de todo ser y la pregunta que más anhela ser respondida... ¿Dónde está la felicidad? Esta mañana, en un pedazo de tarta y una sonrisa manchada de caramelo.
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