Con la melena
alborotada tras las horas caminadas, con los pies cansados y la sonrisa teñida
de llanto. Las gafas de sol puestas a pesar de haber caído el sol. Las mangas
de la camisa manchadas del rímel que, de
forma inútil, trataba de limpiar antes de que corrieran por sus mejillas.
Cada rincón de la
ciudad evocaba un recuerdo y un cóctel sentimientos de nostalgia, melancolía,
dolor y algo de agonía.
No había más que hacer. Todo había acabado y de la forma más trágica. Ya no había orgullo en sus ojos o, tal vez, nunca lo hubo.
No había más que hacer. Todo había acabado y de la forma más trágica. Ya no había orgullo en sus ojos o, tal vez, nunca lo hubo.
La soledad era algo
que curiosamente la hacía sentir mejor y a la vez peor.
Los silbidos callejeros la exaltaban, revolucionaban su alma y la hacían volver la vista atrás con la ilusión de verlo correr tras ella con la cara empañada en arrepentimiento, dolor y amor. Pero la esperanza era traicionera y punzante y conseguía desinflar su corazón hasta el punto de no sentirlo palpitar.
Era una desesperación pasiva la que sentía, una desesperación que no entendía de exaltación sino de parsimonia en cada acto, vagancia y lentitud. Toda ésta era la desesperación fÍsica.
La interior rozaba la locura pero por encima.
Hablar de locos en
el amor es como hablar de recuerdos y nostalgia, siempre van unidos. La
diferencia se encuentra en el nivel de locura, el nivel de nostalgia y el nivel
de desesperación. Y como todo en esta vida cada cosa en su medida es
perfectamente adecuada, el problema era que ella siempre se había decantado por
las cosas desproporcionadas.
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