orgullo.
Y al fin y al cabo, ¿de qué nos sirve el orgullo? Para perder y alejar, perder y alejar, perder y alejar... Mantienes tu fachada con ladrillos de orgullo, sarcasmo y agresividad pero te falta el cemento que sostenga toda esa mentira que te estás creyendo. Entre los huecos sin cubrir se ve como no estás preparado para arriesgarte, prefieres la seguridad, no perdonas errores que tú mismo has cometido, no te enfrentas a la vida en el estado más puro, das vueltas entre tus pensamientos, te enredas en ideas y suposiciones, juegas a las adivinanzas, presupones el futuro basándote en el pasado. ¿Y cómo te vas a arriesgar así? Nadie en su sano juicio (queda clara mi evidente locura) lo haría teniendo en cuenta los infinitos vaivenes a los que has tenido que enfrentarte. Pero el problema no es el pasado. El pasado es una burda excusa para no cambiar. Siempre he oído que de los errores se aprende y los errores forman parte del pasado. Válete de éste para crear un futuro mejor. Cambiar no es malo, reconocer los errores no te hace débil, intentarlo y fracasar no te hace torpe. Pero todo cambio comienza con un paso. Puedes empezar a derribar esa fachada insostenible que de un momento a otro podría derrumbarse hacia tu lado dejándote desprotegido y dañado. Porque, al fin y al cabo, el orgullo solo sirve para acabar perdido.
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