miércoles, 29 de julio de 2015

Se despertaba por las mañanas directa a desayunar. La duda se balanceaba entre el rugido de su estómago y el gruñido en su cabeza. Café o cacao. Tal banal decisión se convertía en un juego macabro que acaba repercutiendo en alguna de las siguientes ingestas. A pesar de ello, lo disfrutaba y siempre, siempre, le sabía a poco. 
Ya habían pasado casi ocho años desde la primera vez que dudo de cuanto de necesario era comer. Y casi diecinueve desde la primera vez que dudo de sí misma. 
Sin embargo, ahora no se hallaba perdida entre ansiosos pensamientos que trataban de construir aquel endeble imperio que ella misma había creado. Al revés, trataba de destruir cualquier resquicio de aquella imperante nave arraigada en el fondo de su ser, que la transportaba a un paraje inhóspito donde cualquier huésped implicaba una amenaza.
Las mañanas se desarrollaban con normalidad (su normalidad) y los días remontaban el vuelo. Su mirada se desviaba del espejo y se sumergía en el recuerdo de sus ojos. Azules, profundos, cambiantes y alegres. Muy expresivos, a veces demasiado, pero supongo que todos tenemos ventanas por las que se nos pueden espiar. 
Deseaba olvidar todo aquello que fuera palpable. O quizás no olvidarlo sino aceptarlo. Cuidar y valorar aquello que nunca cuido ni valoró, alcanzar a aquella mujer que siempre quiso ser, despertar aquella bestia que dormitaba en su interior, que había amansado y encerrado en una jaula de prejuicios y comentarios ajenos valorados más que los propios. Era hora de transformar las piedras en ladrillos, era hora de reconstruirse, de dentro para afuera. Sanar la mente y el cuerpo. Uno consecuencia del otro, uno tan sano como el otro. Ambos tan necesarios, incidiendo siempre en el destino de cada uno. Recipiente y materia. 
Trataba de mantenerlo en mente, de recordar que sin ella su vida no tenía sentido, que sería tan feliz como quisiera ser y tan bella como quisiera creer. Que su cuerpo era donde residía su alma, donde habitaba su ser, el motor que movía sus sueños, su templo. Por ello debía salvaguardar y construir la estructura de aquello a lo que llamaría hogar. Nada más y nada menos que ella en todo su esplendor.